Una vez oí hablar de un hombre bastante peculiar. Gran riqueza, poder social y multitud de súbditos poseía, sin duda era alguien que se hacía respetar. Además de todo esto, poseía una gran sabiduría, conocimientos de todas las materias tenía. Sin embargo una vez, admirando su esbelta figura en un espejo dorado, se dio cuenta de que había algo que se le escapaba a todo ese esplendor que su simple presencia siempre había dado. Se percató de la existencia de un término que desconocía, una palabra de la que nunca antes había oído hablar pero que mientras se observaba en aquél espejo a uno de sus súbditos se la escuchó pronunciar, aparentemente con el fin de criticar. Humildad era esa palabra, y enfadado aquél hombre a su súbdito descarado ordenó enseguida llegar.
El súbdito, al poco rato, temeroso entró en la habitación. El hombre, acalorado, le preguntó el motivo de esa palabra haberse inventado. El personaje temblón le contestó que él ningún vocablo había ideado, que a tales dimensiones no llegaba su imaginación. Entonces el narcisista iracundo, una bofetada le regaló por atreverse siquiera a intentar a él mentirle, que era imposible que existiera algo de cuya existencia él desconociera. Mas el pobre siervo asustado, tan sólo sabía decir que él antes de a su grandeza engañarle prefería incluso morir, que por favor le creyera y su perdón le diera. El arrogante señor le respondió que sus deseos cumpliría, y el iluso servidor, mientras feliz sonreía, su rostro se quebró al oírle decir que de una soga le colgaría.
Todos estaban reunidos para ver y aplaudir la decisión del gran señor de una nueva ejecución. La gente se apartaba para dejar pasar al próximo ejecutado, quien impotentes lágrimas por su cara lucía con un escolta por el cuello agarrado, ni moverse podía. Una vez el desdichado se hubo subido en aquél macabro estrado, antes de por una cuerda su vida finalizar, decidió a voz en grito el motivo de su condena explicar. El pueblo entero en asombro entró, pues nunca a ese gran señor nadie le pidió una explicación. El buen hombre lleno de fortaleza, sorprendido de su propia osadía, comentó con gran brevedad que iba a morir porque un engreído ignorante una palabra desconocía. La gente estalló en murmullos, entre los cuales sobresalió, cual sutil capullo, uno que preguntaba que palabra era aquella. El hombre juzgado iluminó su cara como una estrella al decir que era la humildad; risotadas entre la gente no se pudieron aguantar.
El hombre con aires de Dios empezó uno a uno señalar a todo aquél que a reír se atrevía, mientras los hombres encapuchados por el cuello los cogía para ser también allí sentenciados. Aunque hubo un momento que tanta gente había subida a aquella tarima, que la madera que tan fuerte parecía se rompió y cayeron unos abajo y otros encima. Mas tuvo el ignorante de la palabra humildad tan mala suerte, que cayó el primero y su cabeza aplastada por el peso de todos quedó, quedando su prepotencia allí hundida y sonriente el ejecutado abanderado de la humildad arriba de todos se quedó de por vida.